A continuación, el primer capítulo de "No hay nada de romántico en Buenos Aires" novela escrita por Martín y publicada por la editorial Otro Contar.
UNo
Dos lapachos, una
acacia de Constantinopla y cinco ceibos custodian la tranquera. De allí nace un
camino de tierra que conduce a un molino. Más allá, la empalagosa extensión del
cielo litoraleño. Isabel duerme acurrucada en una hamaca paraguaya que cuelga de
dos columnas de madera cubiertas por un musgo entre verdoso y opaco. Está tan
cerca que puedo oler sus perversiones infantiles. El ventilador ahuyenta a las
moscas, su frágil sonido. A lo lejos, el canto de algunas cotorras sobrevuela
los cultivos. Así es la paz que se vive en las cuchillas entrerrianas. Las
únicas voces que se escuchan son las de la conciencia.
Sobre la mesa de la
galería descansa un ejemplar de Cariño, revista de variedades de los
ochenta. Está abierta en una entrevista realizada al doctor Igor Splatzunk, por
aquellos años, el terapeuta elegido por las más destacadas estrellas del mundo
del espectáculo estadounidense. La foto muestra a un hombre calvo, regordete y
bajo de estatura, sentado detrás de un escritorio que le llega hasta el tórax.
Lleva una camisa a rayas rojas, una corbata lisa azul Francia y tiradores
negros. Fuma un habano. El título de la entrevista es: “¿Puede una historia de
amor acabar con la vida de sus protagonistas sin que estos lo adviertan?”. Hace
veinte minutos que releo esta pregunta en voz baja.
Es
invierno, pero a esta hora de la siesta el calor transforma todo en un
desierto. Abandono la revista para beber un buen trago de Campari con hielo,
mientras recorro mentalmente estas hectáreas que tantas veces caminé en mi
infancia. Pasó mucho tiempo desde entonces. Tengo cuarenta y tres años y soy
socio de una agencia de publicidad en la ciudad de Madrid. Isabel es mi
secretaria.
Hace
solo unos días, luego de un rutinario almuerzo laboral, Isabel humedecía con el
sudor de la palma de sus manos un póster turístico de la isla de Formentera
colgado con obsesiva precisión a una de las paredes de mi oficina. Después de
unos breves gemidos, me subí el pantalón, ella se arregló el pelo y regresó a
su escritorio.
-Edu,
tienes un llamado de alguien que dice ser tu tío Ernesto -me anunció por el
conmutador pocos minutos después. Todavía estaba agitada.
Silencio.
-Gracias, Isa.
Pasámelo.
Luego
de quince años sin verlo imaginaba cuál era el motivo de su llamado. Mamá. Solo
me faltaba saber cómo. Un infarto. Tuve la garganta enlutada durante unos
segundos, le agradecí el llamado, hice las averiguaciones sobre el entierro y
demás detalles, y le pedí a Isabel que sacara dos pasajes en el primer vuelo a
Buenos Aires.
-¿Buenos Aires?
-Sí,
murió mamá. No lleves mucha ropa, vamos un par de días.
No hizo más
preguntas. Dijo que lo sentía, o algo parecido, compró los pasajes y fue a su
casa a prepararse. Hace dos años que tenemos esta pseudorelación amorosa
jefe-empleada. Ella tiene veintitrés años y siempre fue muy respetuosa de mis
silencios, que son muchos. Una vez me preguntó por qué no iba nunca de visita a
mi país. Le dije que algún día le iba a contar, pero lo cierto es que no tenía
respuesta. A los veintiocho años había decidido irme. Después de eso, nada. Un
parpadeo y estaba allí, con quince años más, en mi lujosa oficina madrileña.
Nos encontramos en el
aeropuerto de Barajas esa misma noche. No pasé por casa, por eso llevaba la
ropa del trabajo: pantalones a cuadros, camisa blanca y zapatos estilo
golfista. Ni siquiera llevaba conmigo el pasaporte, le había pedido a Isabel
que pasara a buscarlo por casa. Eso sí, colgada de un hombro traía mi
computadora, donde tengo la información de todos mis clientes. El avión salía a
la medianoche; yo llegué a las ocho menos cuarto. Isabel por celular:
-¿Dónde estás, cielo?
-En el bar.
Llegó con dos valijas
y una tristeza algo sobreactuada. Ella es transparente, una chica de veintitrés
años por completo dormida -como ahora, hundida en la hamaca paraguaya- y es esa
misma transparencia la que cada tanto hace que sus jóvenes hormonas la
traicionen: el beso en la frente, la manera de caminar, el tono de voz, la
generosa propina que me obligó a dejarle al malhumorado camarero que nos
atendió, la excitación con la que apretó mi mano cuando el avión despegaba;
todo perfumado por la expectativa de lo que podría hallar en Buenos Aires.
Para los europeos, en
particular para los españoles, esa ciudad tiene un encanto especial, el
romanticismo que a veces despiertan las causas perdidas. Nací ahí, viví ahí y
de ahí fue de donde un día decidí irme. Hablo con fundamentos: no hay nada de
romántico en Buenos Aires. Debería habérselo advertido, decirle que solo se
tomaría unas pequeñas vacaciones con su jefe y compañero sexual cuarentón, y
yo… no sé muy bien a qué vine. No creo en los entierros, y sabía que no iba a
querer interactuar más de lo estrictamente necesario con nadie de mi familia.
Podría haberme quedado en Madrid y tramitar desde allí el papeleo
correspondiente, pero algo me hizo volver. Intentaba descifrar eso cuando vi
que Isabel llegaba al bar del aeropuerto.
No me afectó en lo
más mínimo verla tan entusiasmada. Todo lo contrario. Hace mucho que no estoy
así por nada, con los años olvidé cómo ser una persona alegre. Ella, en cambio,
derrocha felicidad. Supongo que, entre otras cosas, seguimos juntos porque
mantengo la esperanza de que su alegría sea contagiosa.
En un vuelo de doce
horas no pude dormir ni diez minutos. Me
dolía el pecho. A las seis horas de haber abandonado Barajas ya estaba
borracho. El servicio de a bordo era de alto nivel, al menos en primera clase.
Veintiocho dedos de Chivas en siete tandas, un plato de pinchos de langostinos
envueltos en jamón crudo, otro de un lomito tierno con caramelo de tomates y,
de postre, una mousse de chocolate con almendras. Todo por dos, porque Isabel,
ansiosa, no tenía hambre. El sapo gigante, antes de explotar, separó una
almendra, la última. Cuando una azafata, la más tetona y servicial del avión,
retiró mi bandeja, le expliqué con una modulación fangosa que si yo llegaba a
comer esa almendra el avión caería en picada en medio del océano. Me sonrió
asustada y se fue.
A mi derecha Isabel
dormía. Ojos cubiertos con un antifaz negro y azul, los colores de la
aerolínea. No entendía por qué lo usaba, si era de noche. Tal vez prefería
imaginar que viajaba con Jordi, uno de los diseñadores de la empresa. Cuando no
estoy demasiado obsesionado con el día a día siento sus risas histéricas en los
pasillos y, si presto un poco más de atención, también puedo ver cómo se
asisten con la urgencia de un bombero si alguno de los dos tiene un problema, o
cómo comparten música mientras se ofrecen mutuamente café… si hasta lo endulzan
a la medida del paladar del otro, una dosificación que suele alcanzar su
perfección solo después de muchos intentos fallidos. Sin embargo, creo que si
ella algún día llegara a dejarme por él, sería incapaz de odiarla. Que los
hombres de mi edad pierdan la cabeza por mujeres como Isabel es algo
entendible. El problema empieza cuando pretenden que estas encantadoras
niñas-mujeres actúen con reciprocidad. Eso es antinatural, como la muerte de un
hijo, no como la muerte de mamá, no como un eventual romance entre Isabel y
Jordi.
Mientras ella dormía
-más suave que ahora, que empezó a roncar- yo miraba alienado mi monitor
personal incrustado en el respaldo del asiento delantero, a la vez que
escuchaba por los auriculares almohadillados la 5ª Sinfonía de
Beethoven. No me interesaba ninguna de las películas que ofrecía el variado
catálogo del vuelo: 2046, Zoolander, Lucía y el sexo, Pulp
Fiction, Casablanca y muchas más, eran como treinta. Me acuerdo de
esas cinco porque ya las había visto. Estaba perdido en el mapa que mostraba el
trayecto del avión, una cuenta regresiva que había comenzado en Barajas y que
terminaría en Ezeiza.
Antes del aterrizaje,
fui hasta el baño a vomitar los manjares de la cocina de autor de la primera
clase. Luego, vacié en mi boca un pomito de pasta de dientes que venía adentro
de uno de esos neceseres que regalan a los que invierten tanto dinero en un
pasaje como el que Isabel había sacado para nosotros. Un pomito insignificante.
Mastiqué la pasta un rato largo y di un par de golpes sobre la canilla a
presión para hacerme unos buches. Después, me enjuagué la cara y estrené una
afeitadora eléctrica que había comprado en el free shop. Mi cara sin barba.
Volví a enjuagarme. Esta vez tardé unos segundos más en abrir los ojos. Me veía
débil. Me sentía débil. Dejé la afeitadora en el lavatorio y volví a mi
asiento.
Isabel
se despertó con el movimiento del aterrizaje, se quitó su antifaz mientras se
desperezaba y me sonrió. Sus pupilas, dos barriles llenos de una tinta china
negrísima y espesa. Aplastó su nariz contra la ventana. Afuera, los operarios
del aeropuerto iban de un lado a otro bajo un cielo encapotado. Sin apartar la
vista de la ventana, estiró una mano hasta mi cara y acarició las mejillas
recién afeitadas. Me miró, nos besamos. Era justo lo que necesitaba. De esa
misma forma, hacía quince años, me había despedido de este país.
Los labios que me
besaron aquella vez eran los de Josefina, la aplanadora que solo después de
haberme pasado por encima varias veces, me dio la visa que necesitaba para
entrar al mundo de las emociones maduras. Es una visa muy costosa, y la persona
encargada de dártela, por lo general, se queda en la frontera y te deja
huérfano en un nuevo mundo: el mundo de los que amaron, sufrieron y aprendieron
a sufrir. Algunos se quedan a vivir allí para siempre; otros huyen; los menos,
retrocedemos medio paso y nos quedamos en una especie de purgatorio intermedio.
Las emociones en pausa, vidas que fluyen frías y ajenas a todo sentimiento, a
la espera de que algo o alguien nos despabile. Josefina. Creí que la había
olvidado.
Ahí estaba yo, mucho
tiempo después, con otro beso, en el mismo lugar del que un día partí seguro de
que no volvería jamás. El trámite de migraciones fue demasiado ágil para mi
estado de ánimo. Atravesé la puerta de “Llegadas”. Mis zapatos, dos finas
planchas de hojalata. Más abajo, un campo magnético. Levanté la vista. La
última vez que había visto el aeropuerto, se caía a pedazos, y ahora parecía la
puerta de entrada a un país del primer mundo: plasmas de alta definición y
tecnología por todos lados, un suelo reluciente, los ventanales limpios, como
si no hubiera nada entre el adentro y el afuera, la basura en los tachos, el
cigarrillo prohibido y una absoluta ausencia de emociones.
Enfrente, un paredón
de manos sostenía carteles con los apellidos de los recién llegados. Hace
quince años, una imagen inconcebible. El arribo de un familiar del exterior era
todo un acontecimiento para sus parientes, que iban a recibirlo en patota y,
algunas veces, hasta con banderas. Busqué mi nombre en los carteles y no lo
encontré. Fantasmas procedentes de Madrid, pasamos entre la gente sin hacer
ruido. Cansado de buscar mi apellido, me senté en la confitería y pedí una cerveza
para mí y un jugo de naranja exprimido para Isabel. A mi lado, un hombre
delgado y con cara de no haber dormido en cinco días se llevaba un café cortado
a la boca. En la mano libre sostenía una servilleta con mi apellido. Nos
subimos a su remís y tomamos la autopista Ricchieri con destino a la calle
Tucumán, a la casa de mi madre.
Afuera empezaba a
llover y yo no tenía ganas de hablar. Adentro del auto solo se escuchaba la
goma gastada del limpiaparabrisas que no dejaba de barrer el vidrio delantero.
El hombre, que aún tenía cara de no haber dormido en cinco días, nos dijo que
el clima estaba muy pesado y que se esperaba una linda tormenta. De repente, un
golpe seco en el techo. ¡Puc! Después, otro. No alcancé a distinguir el
tercero, que no fue uno, sino muchos. Pucupcpcucppucupcpuc.
-¡Mierda! -gritó el
chofer-. ¡Granizo!
Pegó un volantazo
hacia la derecha y dejó a otro auto dando trompos; bajó por la primera salida
de la autopista a buscar refugio debajo de un puente.
-¡Coño! -exclamó
Isabel, pálida de miedo-. ¿A este se le ha zafado un tornillo o es tan solo un
gilipollas?
La abracé. El hombre
giró hacia nosotros para disculparse, pero le dije que había hecho lo que debía
hacer.
Media hora de
granizo. Verdaderos adoquines. Fragmentos de luna. La parte inferior del puente
era ahora una improvisada playa de estacionamiento. Algunos automóviles
quedaron afuera por falta de espacio, y sus conductores, desesperados, se
arrojaban sobre el capot o el techo para impedir que se dañaran. Yo salí y
encendí un cigarrillo a un costado del remís, di una pitada, esperé. Por un
momento creí que iba a pasar algo sobrenatural, apocalíptico, pero no tuve
miedo. Si todo se terminaría allí, que pasara rápido. Isabel, dentro del auto,
temblaba.
Cuando el granizo
dejó de caer, el puente empezó a descongestionarse. Para retomar nuestro camino
por la autopista tuvimos que esquivar varios vehículos destrozados por el
temporal.
-Bienvenidos -dijo el
hombre, que ahora tenía cara de no haber dormido en toda su vida, y miraba a
Isabel por el retrovisor-. ¿Andan de paseo?
-Algo así -respondí.
Una
Isabel apenada se hundía en mi pecho. Llevaba un vestido azul marino, estilo
azafata de aerolínea latinoamericana de los sesentas, con un corte que realzaba
su busto y acompañaba el delicado camino
de su cintura. Siempre supo elegir bien la ropa. Nos miramos. Sonrisas lentas.
Volvimos los ojos a la autopista. La muerte de mamá, la llegada a una ciudad
que no me veía desde hacía tiempo, los cascotes que cayeron del cielo, su
vestido azul marino, su boca. Giré hacia ella y sostuve su cabeza con las
manos. Empecé a sentir calor. Mis dedos, lava que chorreaba por su pelo, sus
mejillas, sus orejas, su cuello, por los breteles de su vestido. La calma de
sus pechos. Me tomó una mano, la llevó hasta su entrepierna y recién entonces
me besó. Más calor. Las corrientes de aire seco de su respiración sobre la
superficie de mi cara recién afeitada. Dientes y encías. Debajo de su vestido,
mi mano se olvidaba de todo, y más allá de las ventanas, la autopista infinita
y oscura. Saqué cincuenta euros de mi billetera y los tiré hacia adelante
mientras me bajaba los pantalones.