Para “La distancia perfecta” elegí una manera de trabajar diferente: escribir y grabar una canción por día. Bien temprano en la mañana sacudía el limonero real en busca de alguna idea. Si caía alguna la desarrollaba y la grababa en mi estudio. Para las 10, 11 de la mañana dejaba en paz a la pista principal, pero sin la letra. Durante el transcurso del día, mientras avanzaba con la rutina de cualquier día laboral, desarrollaba la letra, y para cuando caía la noche ya tenía la voz ensamblada con el resto de la pista.
Una canción por día. Parece poco,
pero sobra el tiempo. El primer encuentro con una canción es el más fuerte.
Claro que hay excepciones, pero en este caso no me las permití. De aquellos
esqueletos iniciales se respetaron las estructuras, algunos arreglos y las letras.
Algún que otro instrumento me parece que también aprobó los controles bromatológicos.
Después vinieron los monstruos que grabaron en el disco y catapultaron las
canciones hasta el cielo, luego las elevaron a la estratósfera, sólo para
terminar aterrizando en Japón a las dos horas de haber despegado.
Una canción por día. Con los años
uno abandona la idea de exponerse a determinados riesgos, por eso ahora, cuando
escucho “La distancia perfecta”, celebro haber hecho un giro intencional en la
concepción de las canciones. Aún después de todo el trabajo cosmético propio de
la producción artística, me parece que pudimos dejar expuesta la emoción y la
ansiedad de ese momento en el que de aquel limonero cae un limón, agrio,
amarillo, jugoso, perfumado, imperfecto… irresistible.
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